Habitualmente solemos cometer la equivocación de prejuzgar a los restaurantes por su decoración y en algunas ocasiones, hasta por su ubicación. Un error que en este caso depara una grata sorpresa ya que detrás de esta "casita" afincada en el elitista barrio de Arturo Soria, se esconde una cocina de autor cargada de guiños que dista mucho de la propuesta clásica que anida por la zona. Un concepto más de influencias que de fusiones, que apuesta fortísimo por el producto de primera con el que acostumbra a trabajar el grupo Pradal.
Una filosofía que encuentra cobijo en un espacio único lleno de rincones dónde destacan dos amplias y cálidas salas con un innegable toque rural que consigue desconectarnos del trajín de la ciudad. Un sitio en el que por fortuna se puede disfrutar con los cinco sentidos, gracias a la profesionalidad de un joven equipo formado por Carmen González, Luis Martín y Eduardo Troya.
La primera aporta a la bodega un gusto exquisito con referencias muy bien seleccionadas para darnos de beber cómo en pocos lugares se hace. En esta visita pude maravillarme con vinazos de altura cómo el exclusivo manchego AurumRed White (Sauvignon Blanc 2013) que destaca por una sutileza en boca desconocida en muchos blancos producto de su elaboración con CO2, un selección especial del Abadía Retuerta (Syrah, cabernet sauvignon y tempranillo 2011) que brindó un gran final a la parte salada de la noche, y un moscatel de la marina (Enrique Mendoza) de la zona de Alicante realmente convincente.
Luis por su parte contribuye con un servicio de sala de esos que no se perciben, de los que no molestan nunca. Una labor elegante que sólo es mencionada cuando chirría y no cuando merece ser reconocida, que en este caso se compenetra a la perfección con el trabajo de un jovencísimo chef con alma de macutero cómo es Eduardo. Un chaval que a pesar de su juventud desata un titánico talento adquirido en los cientos de sitios por los que ha ido trabajando y que ahora encuentra en este restaurante el socio perfecto para seguir creciendo y desarrollar su propio estilo.
Tres pilares que sumaron en la misma dirección dentro de una velada que comenzó con un chispazo intencionado que nos llevó a Perú gracias a un riquísimo tacacho. Una albóndiga de carne y plátano aderezada con cilantro, comino y ají que la acompañaban de yuca frita, quinoa, canchita frita y ají amarillo en la que encotré texturas, frescura y un contraste de sabores que se redondeaban con un excelente picante. Bocado de altura que me ubicó antes de recibir a una serie de platos que reflejan lo anteriormente escrito.
Seguimos con dos entrantes clásicos cómo fueron la alcachofa rellena de txangurro y unas soberbias croquetas de jamón ibérico con leche fresca que sin tener una bechamel melosa, albergaba un gusto potente y delicioso. Aumentamos el nivel pasando a un pulpo a la brasa con su carbón que fusionaba una materia prima excelente perfecta de cocción y el toque creativo del trampantojo de carbón (patata). Un pase con un sobresaliente y acertado punto dulce a base de un cremoso de remolacha que dejó el listón aún más alto de lo que ya estaba antes de otro plato soberbio cómo fue las cocochas de bacalao al pilpil de centello con chantarella a la bordalesa.
Pura mantequilla en boca que ganaba aún más gracias a una combinación de salsas que me pareció una auténtica y positiva oscenidad. Combinado con el blanco de las Pedroñeras, me pareció algo sublime, al igual que su chuletón de mar. Una fantástica pieza de atún de Almadraba cocinada en parrilla de carbón y escoltada por tres salsas que ni me digné a probar ya que me parecía una falta de respeto hacia un producto tan mágico y exclusivo cómo es este. Una auténtica e imprescindible pasada que acompañaban con unas deliciosas patatas fritas para emular aquello del chuletón.
Llegué al postre extasiado entre tanta virtud para encontrarme con una tarta de queso 2.0 en formato crema con un bizcocho micro, su correspondiente confitura y un pesto muy curioso. Un dulce con un gusto a queso súper adictivo para #cheeselovers (cómo yo) gracias a la combinación del típico Philadelphia con Parmesano. Un último chispazo con el que se me soltó definitivamente la sonrisa.
Pero La Casita del Pradal es precisamente eso, un lugar al que se va a dejarse llevar por grandes profesionales de la hostelería para que esa sonrisa de pura felicidad brote con naturalidad dentro de una propuesta que aúna tradición, producto y creatividad a base de influencias. Un sitio perfecto para todo tipo de ocasiones realmente sorprendente y convincente, que se mueve con un ticket medio razonable y acorde a los proveedores con los que trabajan (40-50€). El niño pequeño del grupo, el cual dará mucho de que hablar a medida que Eduardo vaya evolucionando su cocina y asumiendo un punto de riesgo siempre necesario. Un nuevo y prometedor vecino en la ciudad.
DIRECCIÓN: C/ Belisana, 17 - Madrid
TELÉFONO: 91 300 23 54
WEB: elpradal.com
FACEBOOK: facebook.com/la-casita-del-pradal
INSTAGRAM: instagram.com/lacasitadeelpradal
TWITTER: twitter.com/casitadelpradal
La primera aporta a la bodega un gusto exquisito con referencias muy bien seleccionadas para darnos de beber cómo en pocos lugares se hace. En esta visita pude maravillarme con vinazos de altura cómo el exclusivo manchego AurumRed White (Sauvignon Blanc 2013) que destaca por una sutileza en boca desconocida en muchos blancos producto de su elaboración con CO2, un selección especial del Abadía Retuerta (Syrah, cabernet sauvignon y tempranillo 2011) que brindó un gran final a la parte salada de la noche, y un moscatel de la marina (Enrique Mendoza) de la zona de Alicante realmente convincente.
Luis por su parte contribuye con un servicio de sala de esos que no se perciben, de los que no molestan nunca. Una labor elegante que sólo es mencionada cuando chirría y no cuando merece ser reconocida, que en este caso se compenetra a la perfección con el trabajo de un jovencísimo chef con alma de macutero cómo es Eduardo. Un chaval que a pesar de su juventud desata un titánico talento adquirido en los cientos de sitios por los que ha ido trabajando y que ahora encuentra en este restaurante el socio perfecto para seguir creciendo y desarrollar su propio estilo.
Tres pilares que sumaron en la misma dirección dentro de una velada que comenzó con un chispazo intencionado que nos llevó a Perú gracias a un riquísimo tacacho. Una albóndiga de carne y plátano aderezada con cilantro, comino y ají que la acompañaban de yuca frita, quinoa, canchita frita y ají amarillo en la que encotré texturas, frescura y un contraste de sabores que se redondeaban con un excelente picante. Bocado de altura que me ubicó antes de recibir a una serie de platos que reflejan lo anteriormente escrito.
Seguimos con dos entrantes clásicos cómo fueron la alcachofa rellena de txangurro y unas soberbias croquetas de jamón ibérico con leche fresca que sin tener una bechamel melosa, albergaba un gusto potente y delicioso. Aumentamos el nivel pasando a un pulpo a la brasa con su carbón que fusionaba una materia prima excelente perfecta de cocción y el toque creativo del trampantojo de carbón (patata). Un pase con un sobresaliente y acertado punto dulce a base de un cremoso de remolacha que dejó el listón aún más alto de lo que ya estaba antes de otro plato soberbio cómo fue las cocochas de bacalao al pilpil de centello con chantarella a la bordalesa.
Pura mantequilla en boca que ganaba aún más gracias a una combinación de salsas que me pareció una auténtica y positiva oscenidad. Combinado con el blanco de las Pedroñeras, me pareció algo sublime, al igual que su chuletón de mar. Una fantástica pieza de atún de Almadraba cocinada en parrilla de carbón y escoltada por tres salsas que ni me digné a probar ya que me parecía una falta de respeto hacia un producto tan mágico y exclusivo cómo es este. Una auténtica e imprescindible pasada que acompañaban con unas deliciosas patatas fritas para emular aquello del chuletón.
Llegué al postre extasiado entre tanta virtud para encontrarme con una tarta de queso 2.0 en formato crema con un bizcocho micro, su correspondiente confitura y un pesto muy curioso. Un dulce con un gusto a queso súper adictivo para #cheeselovers (cómo yo) gracias a la combinación del típico Philadelphia con Parmesano. Un último chispazo con el que se me soltó definitivamente la sonrisa.
Pero La Casita del Pradal es precisamente eso, un lugar al que se va a dejarse llevar por grandes profesionales de la hostelería para que esa sonrisa de pura felicidad brote con naturalidad dentro de una propuesta que aúna tradición, producto y creatividad a base de influencias. Un sitio perfecto para todo tipo de ocasiones realmente sorprendente y convincente, que se mueve con un ticket medio razonable y acorde a los proveedores con los que trabajan (40-50€). El niño pequeño del grupo, el cual dará mucho de que hablar a medida que Eduardo vaya evolucionando su cocina y asumiendo un punto de riesgo siempre necesario. Un nuevo y prometedor vecino en la ciudad.
DIRECCIÓN: C/ Belisana, 17 - Madrid
TELÉFONO: 91 300 23 54
WEB: elpradal.com
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