A
León le faltaba una sola pieza para poder completar un puzzle gastronómico perfecto, hasta que a
Javier del Blanco se le ocurrió volver a su ciudad natal para abrir el
Clandestino . Un restaurante dónde el carácter, el exotismo, la imaginación y el producto reman en la misma dirección con el fin de divertir, sorprender y enseñar a una ciudad anclada en el húmedo ... que hay vida más allá del tapeo. Una apuesta que busca la aceptación desde el riesgo que supone hacer algo diferente.
El local es la viva imagen de un chef joven y atrevido. Ladrillo, madera y hormigón a partes iguales para lograr un estilo callejero repleto de detalles en los que fijarse. Desde los trapos de cocina que ejercen cómo servilletas, hasta la enorme lámpara de araña que preside una mesa central que sirve para separar bar, comedor y patio. Tres zonas capaces de apaciguar el ánimo a cualquiera, dónde sentarse, sea a la altura que sea, supone compartir algo muy difícil de encontrar por tierras castellano-leonesas.
Una aventura gastronómica con matices de allí y allá que afronté con un compañero del trabajo para tener la posibilidad de probar el mayor número de platos sabiendo de antemano que el
menú semanal (19€) compuesto por tres platos y postre , se me iba a quedar corto. Así que a través de Pablo (jefe de sala), dimos libertad a que salieran platos desde la cocina hasta reventar y así salir lo suficientemente empapados de un concepto que cambia ligeramente cada poco tiempo al regirse por las temporadas y el mercado.
La propuesta se empezó a reivindicar desde el minuto cero con un aperitivo de
txangurro que me pareció formidable. Puro sabor para señalar que algo bueno se cuece al otro lado y que se terminó de confirmar con un
tartar de atún que marcaba distancias al que solemos encontrarnos. Toques cítricos sin llegar a ser eléctricos, inconfundible guacamole y unas huevas de trucha para darle ese punto gamberro que hizo de hilo conductor. Seguimos con un solomillo de
salmón ahumado con endivia a la brasa y helado de yogurt . Ácidez, suavidad, textura y materia prima; plato redondo que no se vio superado por el
tiradito de pez mantequilla en aceite de café con fruta de la pasión y granada . Lo más "normalito" de la comida (ojo a las comillas).
Reencontré el nivel con un sensacional
ceviche de bonito que iba acompañado de una leche de tigre súper frutal que era cosa mala. Creatividad plasmada en un clásico peruano al que le faltó cuchara antes de pasar a un capítulo más carnívoro y oriental en el que me encontré primero con el
tataki de canguro, udom a la mostaza y una ensalada de pack choy . Plato de curiosos contrastes y empujones dónde las fresas liofilizadas eran una deliciosa barbaridad que precedió a un pase dónde al protagonista principal, se le ensalzaba con un elemento rompedor.
Y es que el
taco de carne roja adquirió un tonazo brutal gracias a un alioli de ajo negro que estaba pa' llorar de la emoción. La cosa mejoraba aún más con la guarnición de patatas azules fritas y chimichurri que conquistaban desde la sencillez. Y por último nos refugiamos bajo el sabroso amparo de una
carrillera de ternera thai con verduritas y pan de gamba . Platazo redondo que se cuece durante dieciséis horas para enriquecer nuestro alma y la factura del gas, dónde los picantes, los crujientes de las verduras y la textura de la carrillera hacen que llegues a los postres levitando de auténtico placer.
Terminamos de reventar con una secuencia de tres dulces que fue yendo a mejor y que dejaron ver al gran repostero que lleva dentro Javier. Pasamos de una
tartaleta de cítricos muy fresquita y digestiva, a un
kinder sorpresa que costaba romper de lo lindo pero que en la boca se deshacía de una manera casi obscena mientra nos chocolateaba el paladar; para dejar de andar con una
falsa mandarina y coco helado que me dejó boquiabierto y sin posibilidad de reacción ante tal obra de arte. Ácidos, dulces, texturas ... un trampantojo de auténtico órdago.
El paseo terminó, y yo bloqueado ante tal inundación de talento empecé a apreciar la valentía de un chef sin miedos que se arriesga a dar una vuelta a platos que ya de por si chirriarán a más de uno. No existe el temor al rechazo, sólo hay creatividad canalizada y una forma divertida de entender la restauración. El éxito es para los valientes y creo que el equipo del Clandestino, lo tiene asegurado.
Disfrutar de esta pequeña joya gastronómica en toda su plenitud, supuso un desembolso superior a los cuarenta euros. Un precio más que aceptable que engorda la leyenda de una ciudad en la que se come maravillosamente bien por cuatro duros y que justifica sobradamente las cantidades y grandes elaboraciones que encontré. Siendo más comedidos, o mejor dicho, comiendo cómo personas normales, la cuenta debería rondar los treinta euros.
Salí de allí convencido pero pensando en que podía haber mejorado la experiencia. Quizás una amplia carta de cervezas artesanales para maridar con canallismo el homenaje, sería la guinda a una propuesta repleta de emociones que consiguió hacerme ver que la vanguardia no sólo está en la gran ciudad ... que el atrevimiento no se empadrona. Así que si sois de León o vais a ir por allí, sólo me queda recomendaros por última vez que apuntéis a esta gente en vuestra agenda o que cómo poco, subáis al piso de arriba a probar de la cocina japonesa de
Koi para darme envidia. Tengo curiosidad por ver cómo funcionan las manos de Álvaro Ugarte, una de mis próximas paradas.
Calificación:
DIRECCIÓN: C/ Cervantes, 1 - León (León)
TELÉFONO: 987 79 39 71
WEB: clandestinoleon.es
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